jueves, 23 de abril de 2015

Codo de onanista



Codo de onanista

Se trata de una lesión habitual entre los practicantes del vicio solitario. Esta dolencia afecta principalmente a los pajilleros de fondo, es decir, a aquellos que se la menean con parsimonia, tomándose su tiempo y moviendo el brazo con lento vaivén. Es una dolencia tardía, propia de onanistas contumaces, doctores en estas lides, que comenzaron aficionándose en la preadolescencia y que no han abandonado su devoción incluso más allá de la sesentena. Por hacer una comparativa con otras disciplinas – y espero que se me perdone el chiste en un artículo que, por lo demás, pretende ser divulgativo- podría compararse a estos esforzados masajeadores del cetro con los corredores de fondo.




Por el contrario, el perfil del pajillero impaciente se relaciona a un varón joven, cargado de hormonas y ansioso por  satisfacer el trámite para comenzar de nuevo. A estos muchachos, entrañables granujientos, podría comparárseles con los velocistas de los cien metros lisos. Aun tratándose de personas que, por lo general, poseen un buen estado de forma, no están exentos del riesgo de lesiones, en su caso asociadas al desgaste de las muñecas y del macizo óseo carpiano. 




Tanto en el caso de los veteranos como en el de los futuros herederos de esta imprescindible tradición, la única cura posible es el reposo, acompañado, si acaso, de friegas con Linimento Sloan, que quema pero cura. Una terapia dura y que se acompaña de síndrome de abstinencia, pero del todo necesaria si el paciente quiere acabar sus días con un final feliz.

martes, 31 de marzo de 2015

De Dios a Dios



El asunto es así:

Primero, Dios
Después, el individuo.
Más tarde, la familia.
A continuación, los vecinos.
Les sigue el barrio.
Por consiguiente, la ciudad o el pueblo.
Por extensión, la región.
Más allá, la autonomía o país.
En grande, el país o patria.
En plan chulo, el continente.
Solidarios, el planeta.
Científicos, el sistema solar y la galaxia.
Soñadores, el universo.
Y de vuelta a Dios.

Obvio.

Dios, como es sabido, ha muerto.

El individuo riñe consigo mismo. Si es sabio, es introspectivo y observador. Se mira y mira. Si es necesario, es hombre de acción. Estos últimos suelen hacer deporte.

La familia nuclear la componen los abuelos, la madre y el padre, los hijos (opcional, por lo que, en caso de no haberlos, la madre y el padre pasan a ser la pareja) y el animalillo de compañía, que suele ser cánido o felino (también de libre elección).

Los vecinos son personas a veces.

El barrio se elige si se puede. Si no, te haces a él. En los barrios que me gustan se puede bajar a la calle en pijama.

La ciudad tiene mar o no. Lo aconsejable es poder cruzarla a pie sin cansarte demasiado.

La región es de aquí a aquí.

La autonomía o país tiene bandera e himno.

El país o patria, también.

El continente es más grande y hay de todo. Por ejemplo, en Europa hay franceses y en América, argentinos.

El planeta es azul de momento y tiene orbitando una luna y bastante chatarra.

El sistema solar llega hasta Plutón, aunque algunos aguafiestas dicen que no es un planeta.

Nuestra galaxia se llama la Vía Láctea y en ella hay millones de estrellas de todo tipo. Gran cantidad de ellas tienen su propios sistemas planetarios, por lo que no se puede descartar la existencia de vida fuera de nuestro planeta, por ejemplo franceses o argentinos.

El universo es finito pero ilimitado, pero esto es para nota y sólo lo entienden unos tipos que llevan camisas de manga corta con bolígrafos de varios colores en el bolsillo.

Y Dios, como es sabido, ha muerto.

Aunque todas estas definiciones son estrictamente objetivas y, por lo tanto, erróneas. Uno, como es lógico y por mucho que digan, sólo puede fiarse de sus apreciaciones subjetivas y constatadas empíricamente. Como Santo Tomás, que no se creyó que Jesús Nuestro Señor había resucitado hasta que no le hurgó en las llagas. ¿Qué importa entonces lo que dijeron Nietzsche o Einstein? Yo, sin ir más lejos, no me trago lo del Big Bang. Puedo demostrar que el universo surgió de una gran bola de caspa nívea y primigenia (aunque no desarrollaré mi teoría en este momento por falta de espacio y de entendederas por parte de mi lector). ¡Que te den Hawking!

Cada cual se inventa la realidad como le conviene. Las mentiras devienen en verdades. Y así, todo va bien para los gobiernos y fatal para el resto de los mortales.

Lo voy dejando, pero voy a ver si mańana me tiro de un sexto para demostrar que la muerte no existe.

lunes, 30 de marzo de 2015

Nuevas tecnologías



Buena parte de mi formación intelectual se la debo a los cines de barrio y al quiosco de la esquina. Así me va. En los cines asistía a sesiones triples en las que me tragaba y digería mal películas de todo tipo. Mis favoritas eran las de ciencia-ficción. En el quiosco, como complemento, me proveía de tebeos y libros baratos del mismo género. Lo peor de todo este asunto es que, si bien he diversificado mis gustos, sigo consumiendo libros, cómics y películas de ciencia-ficción con voracidad adictiva, con el consiguiente menoscabo neuronal y monetario.

Como espectador y como lector devoto, echo la vista atrás y sin necesidad de irme muy lejos constato que los guionistas y novelistas no previeron en absoluto.

Nadie predijo internet.

De cápsulas para viajar en el tiempo, nada de nada. De robots antropomorfos que se encarguen de las tareas gratas o ingratas, menos. Al parecer, todavía son incapaces de lavar un vaso sin que se haga añicos o de subir y bajar escalones sin partirse la cibercrisma. Y eso que estamos en el siglo XXI, un tiempo que ya debiera ser el del teletransporte y las colonias en Marte.

Por lo tanto, cuando se escribe sobre el porvenir tecnológico se corre el riesgo de caer al poco en la obsolescencia, programada o no. Por eso resulta absurdo el término "nuevas tecnologías", puesto que nos movemos en el terreno de la inmediatez, de lo efímero. Todos los días me obligan a actualizar mi dispositivo móvil. Cada mes, a cambiarlo por otro más pequeño, más grande, más flexible y siempre más caro.

Hoy en día,  los autores más prudentes han caído en la cuenta y nos arrastran a paisajes postapocalípticos, donde ya no tiene cabida la tecnología y el ser humano ha de reaprender cómo se defendía sin ella. De este modo, evitan meter la pata.

Es cierto, los humanos no han hoyado la superficie marciana, por suerte para ese planeta. Ningún robot de apariencia humana nos hace la compra. Pero contamos con una tecnología que no hubiéramos imaginado hace pocos años. No se entienden nuestras vidas sin la tecnología. Incluso las de aquellos a quienes no ha llegado. 

Tecleo sobre la pantalla retroiluminada de mi tableta y pienso que no caben en pocas líneas todas las actividades que requieren, en mayor o menor medida, de la tecnología. Educación, salud, economía... El arte (sea lo que sea tal cosa). ¿El amor? Y, por supuesto, los videojuegos, que no existen sin ella. Nos entretenemos en el baño o en el metro arrastrando un dedito sobre la pantalla. Ya no necesitamos de cables para interactuar con nuestros televisores. Nos movemos con naturalidad en espacios virtuales, aunque para ello tengamos que recurrir todavía a chismillos ópticos. Ya no somos meros espectadores emocionales de lo que se nos cuenta, puesto que somos coautores de las historias. Nunca tanto como ahora sentimos ser el personaje que nos representa. 

No poseo una cápsula del tiempo por falta de tiempo para construirla, pero parece que en un futuro no muy lejano controlaremos telepáticamente dispositivos que recrearán fielmente nuestro entorno o paisajes imaginarios. Pasearemos por ellos como si fueran reales. Así, disfrutaremos de las selvas y mares que ya no estarán.



miércoles, 12 de noviembre de 2014

Filosofía ful



En un universo ideal, con miedos razonables, nuestra vida sería más sencilla. Cualquier actividad, incluso las inevitables (comer, beber, joder, cagar, enfermar, morir), resultarían creativas y, por lo tanto, felices en la medida de lo posible. Respetaríamos los tiempos: pensar, hacer, descansar. Estos tiempos no tendrían por qué ser medidos. Dependería del carácter de cada cual. Claro está que habría una evidente tendencia a la estulticia y la molicie por parte de la humanidad. Para entendernos, sería mayor el porcentaje de personas que se tocasen la figa, los cojones, ambos o ninguno, que no hay razón para excluir a los hermafroditas, a los andróginos y a los ciclanos. Los robots, conforme a las tres leyes de la robótica de Asimov, se encargarían de los trabajos limpios y sucios. El planeta Tierra y todos los conquistados por los humanos se regirían por unas leyes de elementalidad ecológica.
Este planteamiento, cercano a la ciencia ficción rancia, en realidad refleja una melancolía decimonónica. Algunos reivindicamos un modo de vida que los capullos han dado en llamar slow life.
No hay que exagerar. Nadie puede cambiar la realidad por su concepto ideal de la misma. Y de momento, no viajamos en el tiempo. Pero sí que es cierto que existe ese ideal de vida, al menos para quienes tenemos cubiertas nuestras necesidades vitales.
Mi entorno no puede ser mejor. Vivo en el mediterráneo.
Mis amigos, los mejores.
Mi familia, bien, gracias.
A partir de aquí, dejadme escribir, dibujar, leer, mancharme, siestear. Solo. O acompañado en soledad.
Gracias.

martes, 8 de abril de 2014

Mi primera novia




Mi primera novia se llamaba Zacarías (es nombre simulado, para preservar su identidad). Zacarías tenía trece años. Yo, catorce. Zacarías no era una niña guapa, pero tenía un bonito cuerpo, muy desarrollado para su edad. Tú ya me entiendes querido lector. Zacarías y yo íbamos al mismo colegio. Una tarde de invierno, durante el recreo, se me acercó y me dijo “qué bonita bufanda, ¿me la dejas?”. Yo le contesté azorado que sí, que claro, y ella añadió “te la cambio, toma la mía”. ¡Aquella bufanda olía a gloria bendita! Después supe que se trataba de una colonia pija. Desde entonces, y ya peino canas, cada vez que me cruzo con una mujer que utiliza esa colonia me acuerdo de Zacarías.
Los fines de semana salíamos a dar una vuelta, siempre en pandilla. Deambulábamos por las calles, porque tampoco teníamos nada mejor que hacer. Zacarías me cogió de la mano y me apartó del grupo. Después -ya había anochecido-  nos sentamos en el bordillo de la acera. Se acercó a mí y me besó en la boca. Mi primer beso. En ese preciso momento me enamoré perdidamente de Zacarías, como es lógico. Y quedé a su merced.
Zacarías y yo fuimos novios un montón de meses. Vino a mi casa y yo fui a la suya. Conocí a su mamá y a su papá, con el que Zacarías guardaba un acentuado parecido: la misma frente abombada, con ese curioso nacimiento del pelo tan cercano al occipucio, que en el caso del papá era alopecia y en el de mi novia un hermoso rasgo de belleza primitiva, y ese contraste entre las orejillas diminutas y esos dientes saltones que no le cabían en la boca. Me encantaban esos dientes tramontanos. Para que pudiera diferenciar a Zacarías de su papá,  la naturaleza tuvo a bien dotarlos de rasgos propios: mi novia, de momento, no tenía bigote y su papá no tenía pechos.
Cuando iba a casa de Zacarías nos encerrábamos en su cuarto. Supongo que los padres de mi novia me consideraban un tipo inofensivo. Y, de hecho, lo era. En su cuarto, mi novia se tumbaba sobre su cama y yo intentaba tumbarme sobre mi novia. Sin éxito, más allá de esos cariñosos empujones que me enviaban al suelo rodando. Pero yo, loco de amor, perseveraba, y como el que sigue la consigue, un día le toqué una teta por encima del sujetador, la camiseta de invierno y el jersey.

Se acercaban las vacaciones y Zacarías, como todos los veranos, se iría a Irlanda para practicar su inglés. Mi tristeza aumentaba a medida que se acercaba la fecha fatídica. ¿Qué sería de mí sin mi novia? Ella, por el contrario, parecía contenta. Yo diría que exultante. Una tarde le pregunté “¿Qué va a ser de mí sin ti?”  y me contestó “No te preocupes, lo tengo todo pensado”. Y sí, efectivamente, lo tenía todo pensado, la cabrona.

Este era el plan de Zacarías. Puesto que me iba a quedar sin novia unos meses, ella me había buscado una nueva. Mi nueva novia, a la que llamaremos Gregorio por discreción, era una buena amiga de Zacarías. Todo estaba bajo control. Zacarías le había hecho creer a Gregorio que yo estaba perdidamente enamorado de ella y que íbamos a cortar. Yo sólo tenía que declararle mi amor y ya está: novia nueva. La trama, a mi modo de ver, tenía alguna pega. Así se lo comuniqué a Zacarías. Para empezar, yo no era un puto. Además, dando por hecho que Gregorio estaba en el ajo y conforme, no sé qué sacábamos en claro ella y yo de este revuelto. Y por último, y no por ello menos trascendental, Gregorio era fea. Ahorraré a mi lector descripciones o metáforas terroríficas que trastocarían el tono del relato. Zacarías, que tenía respuesta para todo, me contestó que no se trataba de ser un gigoló, sino de una buena persona que transmitiría amor a alguien que lo necesitaba. Gregorio, a la vista estaba, no resultaba atractiva para el género masculino que, por lo general, atesora ciertos prejuicios hacía el acné y la asimetría. Gregorio, sin embargo, era una bellísima persona que daba limosna y no había matado a nadie. Además de estar colada por mis huesos desde que Zacarías le habló de mi pasión por ella. Creo que Gregorio se hubiera colado por los huesos de cualquiera, aunque no los recubriesen ni  chicha ni pellejo. En cuanto al futuro de nuestra relación, opinaba que el plan facilitaba mucho sus amoríos irlandeses, puesto que no se sentiría demasiado culpable si yo me enrollaba con otra. Para entendernos: ella se pegaría el lote con unos cuantos pelirrojos mientras yo disfrutaría de la sensualidad de Gregorio, a  mi entender tan soterrada como el núcleo o nife. Por último, Zacarías me prometía un beso con lengua como anticipo de lo que sería un reencuentro tórrido. Muy ofendido, como es normal, me negué durante cinco o seis minutos. ¡Un beso con lengua es un beso con lengua!  ¡Y lo que va por delante, va por delante!

Salí con Gregorio un par de días. Después, rompí con ella. Aquello no estuvo bien. No voy a justificarme, pero era un crío.
Zacarías regresó de Irlanda y me dio carpetazo. Yo no había cumplido con mi parte del plan.
Un tiempo después supe que los besos con lengua eran bidireccionales, y no con la lengua del chico pegada al alveolo del paladar, como me había hecho creer Zacarías, mi primera novia.

sábado, 1 de marzo de 2014

Fallas

Hace pocos meses un tipejo mató a su novia junto a mi piso, en un aparcamiento exterior. Toda la vecindad anduvo escandalizada. Quien más quien menos conocía a la víctima y al asesino. Gracias a la valentía de un vecino se detuvo al hijo de puta. Todos los vecinos se solidarizaron. "¡Menudo cabrón! ¡Es que se venía de venir!"
Ya.
Después de todo, la niña murió. Hubo solidaridad de barrio, como toca. Bienintencionada pero morbosa. Se encendieron velitas sobre la sangre. Se prometió mantener viva la llama del recuerdo. Siempre.
Se acercan las fallas. El parking es lugar de fiesta en el que montan las verbenas. Ya nadie enciende velitas. ¿Para qué? Ya pasó. Donde murió la niña bailarán los borrachos. Es lo que toca.


martes, 28 de enero de 2014

Cuento de navidad con mendigo



Esta es una historia ya leída. Un aficionado se propone escribir un cuento de navidad. Tan sólo tiene el título: “Cuento de navidad con mendigo”. Al aficionado le suena muy navideño, en la línea de “¡Qué bello es vivir!” y otras historias por el estilo. El cuento, se dice, ha de tener un tono entrañable sin caer en lo blandengue. Y nada de milagros ni referencias al niño Jesús ni a ningún otro niño. El aprendiz de escritor, bloqueado, no avanza más allá del título, por lo que recurre a la técnica rousseauniana del paseo. Para que un paseo resulte eficaz e inspirador hay que evitar distracciones. Por lo tanto, nada de perro ni de auriculares. Pero ¡ay! el barrio está muy animado en navidad, y al escritorzuelo le basta el vuelo de una mosca para despistarse. En realidad, el aficionado posee una vida interior abisal, pero funciona por hiperenlaces, de modo que puede comenzar observando el vuelo de la mosca y terminar encontrando la solución a todo de todo en el culo de los mandriles. Esta dispersión, que pudiera parecer una virtud, hace que, en ocasiones, el escritorcillo se pierda en un laberinto del que no encuentra la salida.
Veamos, se dice, qué me sugiere la palabra "mendigo". De entrada, es del todo incorrecta. Mejor sería "sin techo" o "vagabundo". Pero es que yo quiero que el mendigo de mi cuento sea sedentario, el que pide en la puerta de la parroquia al que conoce todo el mundo. Desde luego, si alguien escuchase tus pensamientos, pensaría que eres un clasista capullo. Que lo eres, sin duda, (capullo, que no clasista) porque esta historia todavía no ha empezado y ya no tiene arreglo. Quizá, podría hacer que el mendigo le diese una lección de humanidad a un presidente de escalera. ¡Menuda gilipollez! Vamos a ver... Herramientas del mendigo: cestita con algunas monedas y cartón con el lema "Tengo hambre". ¡Ya lo tengo! Un coleccionista de monedas (¿cómo se llaman? ¿almonedistas? ¿numismáticos? ¿atontaos?) le da al mendigo una valiosa moneda por equivocación. Para cuando cae en la cuenta, el mendigo ya ha gastado su dinero aquí y allá. El ¿numismático? y el mendigo pasarán el día rehaciendo la ruta de lugares miserables por los que pasó el segundo, comprendiendo ambos que sus vidas no difieren demasiado la una de la otra. Sus alegrías, sus tristezas, en fin, toda esa mierda. Por cierto, la moneda, tan parecida a un euro, no aparecería nunca. Posiblemente, el mendigo se la jugaría en una tragaperras. Vaya mierda. Un momento. Mejor así: el ¿almonedista? atisba la valiosísima moneda entre las del cestillo e intenta timar al mendigo. Se ve que algún alma generosa pero ignorante la ha dejado caer ahí. El coleccionista le propone un juego al mendigo. Un juego en el que el mendigo, aparentemente, no pueda perder. Las monedas de su cesta a cambio de un billete de cien. Al avaro le saldrá mal el jueguecito y la moneda se perderá para siempre. He de pensar el juego. A ver. Algo relacionado con que las monedas floten, a ser posible en la pila bautismal. "Si consigo que tus monedas floten en la pila bautismal, me las quedo todas. Si no lo consigo, te doy cien euros por tan sólo una de ellas" (o algo así). "Voy a avisar al padre Nicomedes para que nos deje hacer el experimento en la pila bautismal". Cuando regresa, el cestillo está vacío. "¿Dónde están las monedas? Como tardaba -contesta el mendigo- he probado en la orilla del río. No ha flotado ni una. Me debe cien euros. Y esta moneda es para usted". Y el mendigo saca una moneda. Podemos dejar un final abierto (los odio), que no se sepa de qué moneda se trata. O dos posibles finales: con la moneda  valiosísima o con una de céntimo. Y entonces... ¡Joder! ¡Parezco el nieto tonto de la mascota de Roald Dalh! Por cierto, ¿en qué peli de los Monty Phyton salía lo de las piedras? Uno dice "A ver, dime cosas que floten", y el otro contesta "¿Las piedras pequeñas?" Voy a entrar en el mercado. Seguro que me inspiro con los caquis y las habichuelas medianas. Pero... ¿qué es este ruido infernal? ¡Villancicos! Este país es la pera. La gente hace ruido cuando protesta y cuando se divierte. Parece obligatorio berrear y montar bulla. "¡Mirad, mirad cómo me divierto! ¡Mirad, mirad cómo protesto! ¡Chumba, chumba, chumba!" ¡Hostia puta mandarina! Estoy hecho un iaio renegón. Pero es que es la leche. De aquí nada organizarán saraos en los entierros, a lo Niuorlins. Tengo que revisar mis últimas voluntades. Nada de bandas municipales tocando el "Adiós amigo, good bye my friend". Lo menos que se puede pedir en un entierro es que la gente finja estar triste. Lo que sí tengo claro es la música de mi cuento de navidad con mendigo: Dean Martin. "You're nobody 'till somebody loves you". El Rat Pack. Uhmmm. Éstos sí que molaban. Eran unos machos. Y no como yo, que me gustan los valses, los ungüentos y las regalías. Bueno, no. Porque yo soy un canalla. O quiero serlo. Pero no de esos chulos de las películas americanas que hacen que las chicas finas hagan cualquier cosa que él les pida. Yo quiero ser un canalla lumpen, de bareto cutre (no me lo creo ni yo). Como ese bar de Madrid, donde la parroquia aguantaba de once a una de la noche trasegando vinos y gin tonics. ¡Y qué parroquia! Neorrealista. Narices grandes con venillas, chepas y calcetines color carne. ¡Y qué callos cocinaban! ¡La Mare de Deu! ¡Mel de romer! Sin embargo, luego me llevé al pobre Juanito Márquez a cenar a un cutre con encanto donde los callos sabían a Pato WC. Callos. Mmmm. Voy a acercarme al puesto de la casquería y a ver qué encuentro por ahí…

Y así hasta el infinito.

De vuelta a casa, el escritorcete se cruza con tres mendigos. Uno arrastra un carrito de supermercado con todas sus pertenencias. Otro le pide un cigarrillo. El tercero duerme frente a la entrada del edificio donde vive el escritorzuelo.
El aficionaducho ha perdido todo el interés por la historia. Siempre ha sentido curiosidad (quizá malsana, aunque su bondad fingida no lo admita) por saber qué le puede ocurrir a alguien para acabar viviendo en la calle. Supone que hay motivos muy diferentes y que, en muchos casos, el alcohol tuvo buena parte de culpa. Una vez, tuvo una relación de camaradería con un mendigo que vivía en un coche abandonado, pero nunca consiguió que le contase nada de su vida anterior. Se limitaba a dejarse invitar a vinos y a contar chistes que muy a menudo sólo entendía él.

No hace mucho, el mediocre juntapalabras esperaba el autobús. Era verano. Detrás de él, un mendigo, sentado en la acera y acompañado por un perrillo dormido, lloraba desconsoladamente. Los transeúntes transitaban. A nadie parecía importarle aquel hombre afligido. El escritorzuelo no sabía qué hacer. Sentía un profundo pudor y temía molestar. Pero, finalmente, se sentó junto a él. Se trataba de un hombre joven, de unos treinta años, de barba y cabellos rubios. No pedía dinero. Sólo lloraba. ¿Necesitaba algo? ¿Estaba enfermo? ¿Quería que llamase a alguien? El hombre negaba con la cabeza. ¿Seguro? ¿No puedo ayudarte? Pasado un rato, el joven miró al aprendiz de escritor y le dijo entre sollozos: “Es que es muy duro, es muy duro”.

¡Feliz navidad!